Soy muy antigua, de esa generación que aprendió a dibujar estatuas.
A los diez años, después de mucho insistir y jurar que estudiaría aún más y que sacaría aún mejores notas, conseguí que me matricularan en la Escuela de Artes y Oficios de mi ciudad. Entonces estaba en un hermoso edificio del centro, era la misma Escuela de Artes donde había dibujado Picasso de niño.
Después del colegio, con mi uniforme azul y mis libros, iba caminando sola por la ciudad y entraba emocionada en aquel aula vieja llena de estatuas. Mi padre me regaló una cajita de madera que había sido de mi abuelo Antonio, el pintor, el que se fue porque era demasiado artista para quedarse, con el que siempre soñé porque todos me decían que me parecía a él y que mis ojos verdes eran como los suyos.
En esa cajita mágica llevaba los carboncillos, los trapos, la plomada, que también me hizo mi padre, los lápices y los difuminos.
Soy muy antigua porque aprendí a mirar las estatuas sabiendo que en aquellos cuerpos de escayola desnuda estaban todas las respuestas a las preguntas que aún no sabía formular.
Soy muy antigua porque aunque no llegaba a la parte alta del tablero y me tuvieron que proporcionar un banquito de madera donde subirme, dibujaba con los dedos y con el alma. Mi vida antigua eran las horas esperando que llegase el momento de dibujar, como lo hacíamos entonces, con el cuerpo y con el corazón hasta hacer que las estatuas viviesen en el papel.
Ahora yo enseño en la Escuela de Artes y en el aula siguen estando las estuatuas, ya nadie las utiliza para enseñar a dibujar, dicen que eso ya no sirve en este mundo en el que vivimos, los alumnos no las miran, no saben abandonar la pantalla del ordenador.
Soy muy antigua, está claro. Hoy con toda mi ilusión antigua he traído la cajita de mi abuelo y en las horas libres, sola en el aula, me he puesto a dibujar estatuas. He vivido de nuevo la antigua satisfacción y la felicidad.
Ahora estoy escribiendo desde la mesa del profesor, con una sonrisa y los dedos manchados de carbón.