Había un lugar donde sucedían las cosas reales.
En el pasado, cuando la vida era ordenada y existía la continuidad en el espacio, ese lugar se iba llenando de cosas reales que trascendían una sola vida. Antes una casa familiar duraba generaciones, en ella nacían niños y morían ancianos. Entre aquellas paredes las cosas reales crecían haciéndose sólidas y daban la seguridad del vivir, también del sufrir.
Cuando fui niña viví en una de esas casas repletas de realidad. Comencé a vivir rodeada de objetos y sensaciones acumuladas a lo largo de mucho tiempo y muchas vidas. Eso significaba que existía una especie de orden incuestionable aunque todo fuese absurdamente inestable. En la habitación donde me escondía había muebles hermosísimos, mesas de caoba, alfombras turcas, cristales de Venecia, bandejas de plata, porcelana china, cortinas de terciopelo y cuadros, muchos cuadros de todos los tamaños y con todas las temáticas, había paisajes holandeses, retratos, escenas costumbristas, bodegones de flores y frutas, pintados todos por maestros del pasado, un pasado aún más lejano que venía a formar parte de aquel espacio real. Pero no eran solo los objetos, eran las presencias, las palabras, los secretos, el sonido de un caminar sobre el mármol, el uniforme de las criadas que habían servido la mesa, las cenas con sus reproches y las veladas con sus chismorreos, seguro que también había en aquellas paredes sueños, de los que allí soñaron, sueños que se quedaron incrustados entre los pliegues de las cortinas o en los marcos dorados de los cuadros. Allí aprendí a mirar y a sentir pensando que ese espacio real donde sucedían las cosas, existiría siempre.
Sin embargo la vida ha girado, era inevitable, gira y avanza y se desliza sin darnos cuenta por el tiempo que pasa y las cosas que pasan y desaparecen. Ya no hay nada de aquello, desaparecieron los objetos y los recuerdos, ya no puedo esconderme en ningún espacio real porque no existe, todo se difumina imperceptiblemente.
Sigue habiendo lugares donde suceden las cosas pero cambian tanto, son tan efímeros que no tienen tiempo de crear historia, las historias se hacen pequeñas, efímeras como los espacios que habitan y pierden seguridad, no se atreven a crecer como hacían antes porque estaban regadas por la sólida realidad del pasado.
Al perder esa fuerza mi realidad también se ha hecho débil y ya no la distingo, cambia, se transforma, se acopla al tiempo que hace o a las palabras que oye. Se amolda a la mirada que encuentra, se refugia en los primeros brazos que la abrazan, mi realidad ya no tiene aquel orgullo de lo real que la protegía, se ha hecho vagabunda, a veces se esconde, otras se tumba al sol o se tira al mar.
Sigue habiendo un lugar donde suceden las cosas, aunque ya no son tan reales, ese lugar ya no está lleno de objetos ni de pasado, lo quiero vacío y limpio, sin ecos, casi sin palabras. Intento dejarlo abierto, alguien entra, alguien sale, casi nada permanece, disfruto de las pocas cosas que hay en él con la certeza de que también las perderé como he perdido lo real. A veces ese lugar es acogedor y seguro, otras veces es voluble y débil. Pero es el único lugar que queda.
Ese lugar viene conmigo, cuando tengo un camino o cuando estoy perdida.
El lugar que queda soy yo.
(..)
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